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domingo, 8 de noviembre de 2015

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Lo primero que llama la atención al entrar, es la música. Un pop algo electrónico con voz femenina que automáticamente me lleva a mi infancia, a Lynn Minmei de Robotech. Una voz aflautada sobre una música de teclados empalagosos. La chica de la caja, de nombre Romina, sigue la música moviendo rítmicamente su cabeza mientras anota algo en una libretita. Es domingo, son las 17:26 y el súper todavía no es el hervidero que va a ser más a la nochecita.

  La idea que me está dando vueltas por la cabeza hace tiempo: el supermercado chino es un nuevo lugar de encuentro entre los vecinos del barrio. Yo soy nuevo, me he mudado hace muy poco, nadie me conoce, pero a fuerza de ir a comprar ya soy merecedor de algunas levantadas de cejas de la gente del barrio. No formo parte, pero puedo observar tranquilo.


--Yo le dije a Nidia… porque la veo acá cada dos por tres, ¿viste?, le dije que te llame, pero vos viste como es de orgullosa. Pero vos también…

Estoy en la góndola de la polenta, el puré chef y las harinas cuando escucho ese comentario. La conversación sigue, pero elijo no reproducirla; la cuestión se pone mucho más íntima.

  Dos hombres de unos cuarenta años hablan.

--¿Ves a alguno?
--A Nito, porque es mi compadre, pero a los demás no los vi más… ¿Vos ves a alguno?

  Asumo que son ex compañeros de la secundaria y me alejo. Detesto ese tipo de conversaciones.
  Dos chicos de unos doce años cuchichean en la góndola de las gaseosas.

--Dale, boludo, dale… andá que te está esperando en la parte de la fiambrería.
--No, no quiero ir. Vamos a mi casa a jugar a la play.

  Dejo a los niños atrás, voy camino a la fiambrería. Dos nenas de más o menos la misma edad de los chicos play se hablan al oído y se mueven nerviosamente. Una tiene una remera de Tan Biónica, chupines negros y botitas Vans, la otra va de calzas, camiseta de Racing y botitas de lona blancas.

Esperan algo que no va a pasar, se mueven al compás de la música mientras los chicos play abandonan el lugar. La primera decepción amorosa al lado de una cortadora de fiambre.

A espaldas de las chicas, un hombre enorme pide 200 gramos de fiambrín pero en un solo pedazo. Esto, como es de esperar, envuelve al hombre enorme y la pequeña muchacha de rasgos asiáticos que está del otro lado de la heladera, en una conversación complicada. Babel en Wilde, un domingo de abril, cerca de las 20:00 hora oficial. ¿Qué hora es en Taiwán? Exactamente las 07:00 de la mañana del lunes; imagino un pueblo despertando, niños en bicicleta camino al colegio, calor, calles de tierra. Taiwán, que también se llamó Formosa y quiso ser república y luchó 184 días sólo para que Japón la ocupara por cincuenta años. La historia de Taiwán es un mural de luchas internas, ocupaciones extranjeras y dictaduras. Y desde allí, desde la “isla hermosa” como la bautizaron los audaces portugueses del siglo XVI, llegó la familia de Gustavo a Wilde hace seis años para fundar este supermercado. Gustavo no vino solo, vino con su esposa y cuatro jóvenes que uno supone que son sus hijos. También está Romina, la chica de la caja, y Ruth, que se encarga de la fiambrería y tiene un hijo con uno de los supuestos hijos de Gustavo. Gustavo es abuelo, el niño tiene cerca de un año, lo que nos hace suponer que su nieto es argentino y wildense. A Gustavo se le nota que le gusta el lugar. Le gusta el lugar y disfruta del trato con la gente, con los clientes. Siempre está presto para llenar la bolsa de productos y cuando uno compra bebidas, siempre tiene una caja preparada:

--Caja, amigo, caja mejor que bolsita. Bolsita rompe, bolsita otra cosa sirve, buena bolsita – guiña un ojo- caja mejor… no rompe cerveza.

  Pronuncia la erre como ere. La erre convertida en ere es música, no es broma.

  Una sombra se dibuja sobre las latas de arvejas, granos de choclo, palmitos y tomates triturados.

--Boludo, ni se te ocurra comprar los manís que te venden estos roñosos, el otro día compré y me vino una cucaracha seca.

  Es mi vecino de abajo, un muy buen tipo. Me habla al oído desde atrás, me da una palmada y sigue. Me doy vuelta para verlo. Se va empujando un changuito y me guiña un ojo. Puede que sea verdad, pero igual me violenta. No por él, no por mi vecino más cercano que me ayudó cuando estuve seis días sin luz y quizá, sí,  un poco por simpatía a Gustavo y su familia. Pero es por el gesto, la inercia del cliché que hace estragos en nuestras vidas: todos son tramposos, todos son sucios, todos quieren darte mierda en lugar de lo que te ofrecen. La sospecha constante que justifica la existencia de los avivados, aquellos seres que descularon el sentido del pequeño universo que los rodea mientras se rascan la panza y te enseñan a vivir. Mi vecino va empujando el changuito entre las góndolas camino a la caja. Camino a Romina, que ya a esta altura no toma notas en su libretita, sino que pasa productos por la lectora (bip, bip, bip) mientras la fila se hace más y más larga. Mi vecino, fiel a su estirpe de avivado, dice en voz alta para que todos lo escuchen: con lo que ganan estos, podrían poner otra caja.

  Gustavo y su familia se niegan a hablar conmigo sobre cómo llegaron a Wilde. Inútil es explicarles la situación, no me entienden o me entienden demasiado bien. Intento explicarle que soy una especie de periodista, pero nos enfrascamos en una charla que no llega a buen puerto: Periodista Majul, dice Gustavo, y yo me doy por vencido. En Taiwán son las 8:30 del lunes mientras que en Wilde cae la primera noche otoñal sobre un domingo que se muere. Gustavo baja la cortina por la mitad y me sonríe, la sostiene para que pase. Mientras paso, me comenta que a River le fue mal, muy mal, Ramón Díaz malo, River grande River campeón, River arriba, dice. Yo agradezco por tantas eres.


--Gustavo Fernández



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